sábado, 11 de julio de 2020

Madrugada en la habitación del bien y del mal

Proletario que mueres de universo,¡en que frenética armonía
acabará tu grandeza, tu miseria, tu vorágine impelente
tu violencia metódica, tu caos teórico y práctico, tu gana
dantesca, españolísima, de amar, aunque sea a traición, a tu enemigo!

César Vallejo en España, aparta de mi este cáliz.


Escribo esto aun sacudiendo la melancolía de mi corazón, de mis ojos, de mí,…para volver a lo que físicamente me rodea. Resistiéndome a soltar el libro de las manos, me levanto con lentitud, por fin lo suelto, lo miro, acaricio su lomo negro y picudo, satinado…con la foto de esa hermosa mujer de abrigo verde-agua tapándose la boca como si no pudiera creer lo que está viendo, a lo mejor arrepentida de no haberse tapado más bien los ojos. Era una promesa cuando abrí con deleite por primera vez el libro, sabedora de que no iba a leer una historia amable, intrigada ante tu fascinación por Aurora Rodríguez Carballeira, pero disfrutando ya de la lectura, hoy que lo he terminado, hace diez minutos, ya lo echo de menos.
Pero mis dedos-mente-corazón, se resisten a dejar caer toda la melancolía, como una adolescente que escucha maniática y masoquista mil veces la canción que la hace llorar por un amor perdido. Sé que la historia vivirá en mis sentidos, a flor de piel, aun durante unos días; para después ocupar el terreno de lo inolvidable que sin embargo se olvida en esos recovecos cerebrales que funcionan como cajones para que un día te preguntes ¿en cuál lo puse? Jueguitos que no investigo que para eso hay especialistas, solo los vivo, los padezco y los disfruto.
Todos los libros de la saga que convirtió a Almudena Grandes en una de mis escritoras favoritas están en algunos de esos cajones (y en una de mis estanterías, libros físicos por favor). Sin embargo, La madre de Frankestein, ha tenido algo más. Creo que nuestra relación escritora-lectora ha llegado a un punto de madurez (tal vez debería decírselo).
Es con esta novela y ahora, cuando he comprendido en mi condición de extranjera y española a la vez, hasta qué punto gracias a ella y su ficción honesta y deslumbrante, que te cuenta siempre sus costuras para que tengas clara la película real que constituye el fondo de sus Episodios de una guerra interminable (emulando a su adorado Galdós), que he aprendido España. Y no, no estoy borrando de un plumazo todas y todas las artistas que ya me han contado estas cosas en sus pinturas, en sus poemas en sus escritos, en sus coreografías en sus obras, en sus narraciones rabiosas, tiernas, nostálgicas, sarcásticas, dulces, irónicas, agresivas…Pero la paciencia, la despaciosidad, la sensualidad (en cuanto a lo que se percibe con los sentidos) con[MA1]  las que Almudena Grandes me ha ido explicando todo su abecedario es lo más parecido a una mentora que he tenido, y eso que ya he tenido, he tenido mentores hombres maravillosos. Ninguna mujer. Y eso para mí, marca una diferencia en la forma de percibir su propia historia de la que escribe y en mí que la leo y que también soy mujer. Con ella he aprendido detalles, giros, momentos, no solo de la historia, sino del carácter de esta España que me acoge desde hace ya muchos años (demasiados, dice mi familia allá, con mi burro peruano en el Perú). De esta España a la que llegué como una chiquilla con ganas de comérmelo todo, de la mano de mi Vallejo y su España, aparta de mi este cáliz, este cáliz que me voy bebiendo enterito… y con las imágenes (y sé que esto no te gustaría tanto Almudena) de Ingrid Bergman y Gary Cooper en Por quién doblan las campanas.
Al leer esta novela he sentido que conversábamos, que te veía, que veía cómo te duele España, tanto como a Cernuda, a Miguel Hernández, como a Lorca, como a Vallejo, como a mi me duele el Perú. Sentí que tú con tu voz de narradora oral, me la estabas contando, a ratos mostrándome orgullosa, los rincones de la alegría que la gente intentaba y muchas veces conseguía guardar, por muchas locas asesinas, psiquiatras trepas, generales de manos rojas de sangre que inunden el país. A ratos arrancándote la piel a pedazos, casi acusando como una niña llorosa ¿te das cuenta? ¿te das cuenta cómo, por qué, desde cuándo?
Y sí. Me doy, me doy cuenta.